Hace 40 años en este país, el bachiller egresado de un liceo público era un Señor Bachiller, casi un licenciado, hasta que el primer gobierno del presidente Rafael Caldera emprendió una depauperación intencional y planificada de la educación pública para convertirla en negocio y entregar su administración a entes privados entre los cuales principalmente se favoreció la iglesia católica.
Así fue como liceos y universidades públicas venezolanas perdieron terriblemente su nivel de enseñanza y nadie hizo nada para remediar aquella situación. Los que pudieron sólo se ocuparon de cuidar que sus hijos se formaran en escuelas o universidades privadas, pero nadie se pronunció para defender la calidad de la educación pública, para que los niños y jóvenes de las clases menos favorecidas tuvieran la misma oportunidad de acceso a una formación de excelencia que les hubiera permitido desarrollar un criterio capaz de validar acciones para la construcción de un país democrático con lo cual hoy, muy probablemente un líder autoritario con una convocatoria que apela más a la tapa del estómago que a la sesuda reflexión, no sería capaz de hacerles resonancia.
Ahora que es inminente la aprobación de una Ley Orgánica de Educación con la que muchos creemos que se ponen en juego aspectos neurálgicos de la vida como lo es la libertad de pensamiento y la formación académica de nuestros hijos, nos rasgamos las vestiduras, nos declaramos desorientados sobre acciones efectivas a seguir o echamos la culpa a otros y despotricamos en contra de los “responsables” -que siempre son los demás- desesperados y asustados de que esta ley se concrete. Nadie sin embargo es capaz de girar la vista 180 grados para revisar qué cuota de responsabilidad ha tenido en la creación de este nuevo capítulo de la sucesión interminable de episodios escritos con tinta roja, en el devenir de nuestra política nacional durante los últimos 10 años, y que a muchos ha llevado casi literalmente al borde del síncope.
Llegado el momento de atribuir responsabilidades, la mayoría de los enemigos de esta tristemente famosa Ley Orgánica de Educación, señalan la falta de participación efectiva por parte de la oposición: que si todos están pensando en las vacaciones, en irse a Miami o a la playa… Yo creo que una de las fallas ciertamente es la falta de participación, pero el general encogimiento de hombros no se refiere solamente a la protesta organizada. Todavía con todo lo que ha pasado en nuestro país no queremos ver lo inminente, no asumimos que es más importante aún desarrollar la conciencia de lo egoísta y ciegos que hemos sido frente a las necesidades de la mayoría del colectivo, que a fin de cuentas ha sido la que, desatendida y abandonada, constituyó el caldo de cultivo para la proliferación del régimen que está creando estas leyes. No podemos seguir pensando y defendiendo exclusivamente – como hasta ahora hemos hecho desde la oposición- nuestros intereses de clase media. Necesitamos sensibilizarnos y actuar por los intereses del país todo, entero, o de lo contrario estamos acabados.
Podemos luchar, buscar, reinventar las vías, al igual que con la “Ley Mordaza”, de impedir que esta nueva Ley Orgánica de Educación se concrete en las condiciones en que está planteada, pero si no resolvemos la causa que engendró esta ley y las que vienen, de nada servirá ninguna movilización o lucha contra ellas. Para lograr un remedio efectivo es necesario ir a la causa. Si tenemos pulmonía nada hacemos con tratar la tos. O acabas con la bacteria que produce la pulmonía o no se resuelve el problema. Y el problema no es Chávez, somos todos. Chávez y el chavismo sólo son el reflejo de nuestro egoísmo e inconsciencia. Nos guste admitirlo o no.