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dijous

CABRAS Y VACAS



Hace mucho tiempo, más allá de donde se pone el sol, en el Reino de los Aenitas, había una vez un granjero llamado Booker que tenía una vaca regordeta y una cabra flacucha. La vaca le daba 40 litros de leche al día y comía poco. Booker vendía la leche a buen precio y de eso vivía. La cabra, muy huesuda, le daba solo 10 litros de leche pero sin embargo no paraba de devorar hierba. Por lo tanto, nuestro granjero sacaba al día 50 litros de leche entre la cabra y la vaca.


El Rey de los Aenitas, un venerable anciano, había dispuesto que cada granjero tuviese al menos una cabra, porque la hierba del reino crecía constantemente con mucha rapidez (salvo la primavera pasada que dejó de crecer un poco) y las cabras lo solucionaban.


Booker tenia varios vecinos granjeros, con los que había llegado a un acuerdo para que las cabras de cada uno pastasen la hierba del Rey, que a su vez les gratificaba con una pequeña cantidad por los servicios prestados. Pero se daba el caso que cuanta más hierba pastase una cabra, mayor era la gratificación real, por lo que existía cierta competitividad entre granjeros. Eso si, Booker ganaba más dinero con la leche de la vaca que con lo de la hierba de la cabra. Lo de la hierba era más que nada una obligación real, y así lo sentían todos los granjeros.


El granjero fue a la feria de ganado local con sus dos animales, con la intención de vender a uno de ellos. Allí se encontró con el poderoso Conde Empresarión, un terrateniente de la zona que movía todos los hilos en el reino. El Conde le presionó a Booker para que le vendiese la vaca, que daba mucha leche, porque claro, con una cabra iba a sacar poca cosa, y además no le interesaba la gratificación del Rey por la hierba. Además, esa vaca, bien explotada, seguramente daría otros 10 litros de leche. Y como según mandaba el rey, Booker no tenia más remedio que quedarse con la cabra, vio que su futuro no era muy halagüeño. De repente, perdería 40 litros de leche diarios, y además estaba obligado a mantener a la cabra huesuda para que se comiese la hierba. Y lo que era peor, en el mercado no había vacas lecheras a buen precio para sustituir a su orondo animal, porque todas las había comprado el malvado Conde.


Booker cerró el trato con el Conde con actitud servil, y fijaron un plazo para la entrega de la vaca gorda. Por lo acordado, eso si, le quedaría un buen puñado de monedas de oro que alimentarían a su familia durante un tiempo. Hasta la entrega de la vaca gorda, Booker la lavó y la cuidó para que el Conde viese que era una buena vaca. A Booker le brillaron los ojos con el resplandor de las monedas de oro, y en ese momento supo que quería más


Entre tanto, a Booker se le ocurrió que si azotaba a la cabra huesuda, a lo mejor daba más leche, de manera que así lo dispuso. Era aritmética fundamental. Booker empezó a hostigar a su pobre cabra huesuda para que comiese más hierba de la que ya comía, que de por si era mucha, y así el rey le daría más monedas de oro. Al final de la jornada le apretaba sus ubres insistentemente, ordeñando hasta la última gota de leche. Encima, la pobre cabra precisaba de una cantidad de cuidados tremenda. "¡Qué asco de cabra!", farfullaba Booker constantemente. La mujer de Booker y sus hijos, horrorizados ante este espectáculo de crueldad animal, le abandonaron una fría noche de invierno para no volver jamás. Pero Booker decidió que, seguramente, encontraría una nueva familia que le diese la razón. Así que le compró una familia de esclavos a un buhonero que pasaba por allí, y les ordenó que apretasen a base de bien las ubres de la cabra, que así daría más leche.


Como a Booker se le iban agotando las monedas de oro que el Conde le había entregado, y con todo esto no hacia negocio, hizo llegar a oídos de los juglares del reino, ansiosos por hacerse un buen nombre, que su cabra era poco productiva, y falseó las cantidades de hierba que pastaba, para así tener una excusa verosímil si algo le pasaba a la cabra y justificar los latigazos que le daba. También hizo saber que su cabra, además, era muy cara de mantener, porque necesitaba cuidados del veterinario, ser cepillada, y demás cosas que necesita una cabra. Por otra parte, si aumentaba la productividad de su cabra huesuda, tal vez el Conde se fijase en ella y le hiciese una oferta. Dijo también a los juglares que, de todas las cabras del reino, su vaca era la más vaga, y empezó a estudiar la posibilidad de cambiarla por otra cabra del vecino reino de Albión, donde ya habían sido correctamente disciplinadas, aunque hablasen en otro idioma de cabra. Dijo a todo el mundo que esas otras cabras de fuera necesitaban pocos cuidados, cosa que se inventó para salir del paso.


La pobre cabra empezó a protestar (emitía unos tibios ruidillos con trémula voz, apenas audibles para nadie) porque no paraban de hostigarla. Los vecinos de Booker le daban la razón al granjero, porque habían escuchado de boca de los juglares que esa era una cabra mala e improductiva ("mala, cabra mala, que no me das oro"), que requería cuidados constantes, y que pastaba menos hierba que las cabras de los demás. El pérfido Conde aguardaba en la retaguardia a verlas venir: si la cabra, al final, comiese más hierba, tal vez resultase interesante, pero desde luego no por el momento. Su negocio eran las vacas, no las cabras. Aún más, como había hecho buen negocio con la vaca, apoyaba a Booker de cara a la galería y decía que era un buen gestor de vacas, de cabras, y de lo que fuese. A todo esto, al rey la historia no le importaba, porque ya comía sus buenos faisanes confitados y tenía la puñetera hierba bien cortada.


Un día la cabra flaca ya no pudo más, y mordió a Booker en una mano. Booker entonces llamó a los guardias del rey para que castigasen a la pobre cabra. La llevaron ante el monarca, que ya sospechaba que era una cabra flacucha y vaga, y el monarca la castigó con unos buenos azotes, y le recordó que su obligación era pastar la hierba, que no paraba de crecer por doquier, y que si ella no lo hacía, habría cabras por alguna parte que si lo hicieran, porque la economía del reino está en crisis, y hay cabras por ahí que lo están pasando peor. Mal de muchos, consuelo de tontos.




dissabte

EL HIJO PUTA


Estaba sentado el otro día delante de mi ordenador cuando me acordé que tenía que llamar por teléfono a un compañero. Descolgué el auricular y marqué el número de memoria. Me contestó un tipo con muy mal humor diciendo:
'¿Qué quiere?'.

'Soy Ignacio Martínez, ¿podría hablar con Roberto Espárrago?' dije amablemente.
'Te has equivocado, gilipollas', me respondió y acto seguido colgó.
No daba crédito a lo que me estaba ocurriendo. Cogí mi agenda para buscar el número de mi compañero y comprobé que, efectivamente, me había equivocado. Pero como aún recordaba el número 'erróneo' que había marcado anteriormente, decidí volver a llamar a aquel tipo y cuando me cogió el teléfono no esperé a que contestase y le dije:

'Eres un hijoputa', y colgué rápidamente.

Inmediatamente apunte aquel número en mi agenda junto a la palabra 'hijoputa'.
Cada dos o tres semanas, cada vez que estaba cabreado porque me llegaba una letra inesperada, o un aviso de multa, o discutía con mi mujer, o alguna situación por el estilo volvía a llamarlo y sin dejarle contestar le decía: 'Eres un hijoputa'.

Esto me servía de algún modo como terapia y me hacía sentirme mucho más relajado.

Unos meses después, la maldita Telefónica introdujo el servicio de identificación de llamadas, lo cual me deprimió un poco porque tuve que dejar de llamar al 'hijoputa'.

Pero de repente, un día se me ocurrió una idea. Marqué su número de teléfono y cuando escuché su voz le dije:

'Hola, le llamo del departamento de ventas de Telefónica para ver si conoce nuestro servicio de identificación de llamadas'.
'No' me dijo el tío grosero, y me colgó el teléfono.
Rápidamente lo volví a llamar y le dije: 'Eres un hijoputa'.
Un mes después, estaba yo esperando con mi coche a que una anciana saliera de la plaza de aparcamiento del Hipercor. Esta lo hacía muy lentamente y cuando terminó la maniobra y me disponía yo a ocupar la plaza libre, apareció un Golf GTI negro a toda velocidad y se metió en el hueco que iba yo a ocupar. Comencé a tocar el claxon y a gritar:

'¡Eh, oiga!, ¡que estaba yo esperando!, ¡no puede hacer eso!'.

El tipo del Golf se bajo, cerró el coche y se fue hacia el centro comercial ignorándome como si no me hubiera oído. Yo me quedé completamente frustrado y pensé: 'Este tío es un hijoputa. El mundo está lleno de ellos'.
Justo en ese momento vi un letrero de 'SE VENDE' en el cristal de atrás del Golf. Lógicamente anoté el número y me fui a buscar otra plaza de aparcamiento.
A los dos o tres días, vi en mi agenda el número del 'hijoputa' y me acordé que había anotado el número del tipo del Golf. Inmediatamente le llamé y le dije:
- 'Buenos días. ¿Es usted el dueño del Golf GTI negro que se vende?'
- 'Sí, yo mismo'

- '¿Podría decirme donde puedo ver el coche?'

- 'Sí, por supuesto. Yo vivo en la calle de Don Ramón de la Cruz esquina con Montesa, es un bloque amarillo y el coche está aparcado justo enfrente de la casa'

- '¿Cómo se llama usted?'
- 'Enrique Juárez'

- '¿Que hora sería la mejor para encontrarme con usted y discutir los detalles de la operación, Enrique?'.

- 'Pues yo suelo estar en casa por las noches'.

- '¿Puedo decirle algo, Enrique?'
- 'Si, claro'
- 'Enrique, eres un hijoputa de la hostia', y colgué el teléfono.
Inmediatamente después de colgar anoté el número en mi agenda al lado del otro, pero en este puse el nombre de 'hijoputa II'.
Ahora tenía dos 'hijoputas' para llamar y así estuve durante dos o tres meses, llamando ahora a uno, ahora a otro; hasta que comenzaba a aburrirme un poco.
Me puse a pensar en serio sobre como resolver este problemilla y al cabo de un par de whiskys se me ocurrió algo. Primero llamé al 'hijoputa I':


- 'Dígame'
- 'Hola hijoputa' - pero esta vez no colgué.
- '¿Estas ahí todavía, verdad, cabrón?'
- 'Si, hijoputa'.
- 'Deja ya de llamarme o...'
- 'Noooooo'.
- 'Si supiera quien eres te rompía la boca', me dijo.
- 'Me llamo Enrique Juárez y si tienes cojones vienes a buscarme. Vivo en la calle Don Ramón de la Cruz esquina Montesa, en un bloque amarillo, justo en la puerta donde hay aparcado un Golf GTI negro, so hijoputa'
- '¡¡¡Ahora mismo voy para allá!!! Tu sí que eres un hijoputa y ya puedes ir rezando todo lo que sepas. Te voy a matar a hostias'
- '¿Sí?. ¡Que miedo me das, hijoputa!' y colgué el teléfono.
Inmediatamente llame al hijoputa II:
- 'Dígame'
- 'Hola hijoputa' y no colgué.
- 'Como te pille algún día....'
- '¿Que me vas a hacer, hijoputa?'
- 'Te voy a patear las tripas, pedazo de cabrón'
- '¿Sí?, pues a ver si es verdad, hijoputa. Ahora mismo voy hacia tu casa' y colgué.
Por ultimo, cogí el teléfono y llame a la policía. Les dije que estaba en la calle Don Ramón de la Cruz esquina con Montesa y que iba a matar a mi novio homosexual en cuanto llegara a casa.
Luego hice otra llamada rápida a 'Madrid directo' y les dije que iba a haber una pelea de pandillas en la calle Don Ramón de la Cruz esquina Montesa.
Y entonces me monté en mi coche y me fui para allá a toda leche. Te juro que es una experiencia que nunca olvidaré. La mayor pelea que he visto en mi vida. Hasta los cámaras de Telemadrid se llevaron lo suyo..
En fin, después de esto espero que cuando te llame por teléfono me contestes en tono amable.
Ya sabes, no es bueno que yo me irrite.